Día 55 de confinamiento.
No cabe duda que las enfermedades mentales siguen siendo la oveja
negra de las enfermedades del cuerpo humano en la mayoría de países del mundo. Y
parece ser que, ese menosprecio es más manifiesto en países pobres como el caso
de Ecuador, tal es así que, frente al repunte suicidios por causa de COVID, las
autoridades han considerado que la cifra de ocho suicidios que se reportan diariamente
desde que comenzó la pandemia, no es alarmante ya que lo “normal” había sido, al
menos, cinco semanalmente lo que indica el grado de atención y empatía que
existe por parte de quienes se supone están para prevenir los problemas de
salud de la población.
Por tal razón, me llamó la atención que en España, el hecho
que cualquier trabajador que tenga una depresión, por ejemplo, le da derecho a
solicitar la baja laboral o una incapacidad temporal y permanente al ser incapaz
de desenvolverse normalmente en un trabajo para luego, seguir un tratamiento hasta esté más o menos recuperado. Más aún, saber que Argentina
es el país donde la gente visita el diván del psicólogo con mayor asiduidad que
para cualquier otra enfermedad, demostrando de esta manera, la seriedad con que
los argentinos se toman sus problemas emocionales. Se dice que en este país existen
200 psicólogos por cada 100.000 habitantes.
En Ecuador, al contrario, las enfermedades mentales siguen siendo un tabú.
La gente tiene vergüenza reconocer que tiene un problema
psicológico o, lo que parece más probable, desconoce tenerla. Por lo mismo, al
ser un país con demasiados sobresaltos políticos, económicos y naturales, una persona
enferma y desesperada, más bien opta por una solución drástica como es el hecho
de quitarse la vida. En el mejor de los casos se refugia en las creencias
religiosas y en su familia o, lo que es más lamentable, convive con sus
semejantes de tal manera que hasta existen locos sueltos o personas con graves
problemas emocionales dirigiendo la cosa pública y privada con las consecuencias
por todos conocidas.
Por mi parte, siempre me ha interesado el tema de las
enfermedades de la mente ya que, desde que era pequeña hasta que el momento en
que me establecí en España, observaba en ciertas personas comportamientos que
no cuadraban dentro de lo que yo consideraba, normal. En España, por supuesto, que también las veo, pero ellas mismas se reconocen enfermas y hasta cuentan el
tratamiento que reciben y el número de pastillas que toman diariamente, lo que
ha permitido de alguna manera normalizar el hecho de tener este tipo de enfermedades
logrando la comprensión y la tolerancia de los demás. En el caso ecuatoriano, tarde
me di cuenta que todo era también parte del sistema de desigualdades que imperaba
e impera actualmente en el país.
Y lamentablemente la situación no es reciente. Es desde
siempre.
Recuerdo que, en mi caso personal, pese a haber tenido una
infancia feliz y relajada, algo se torció a partir de la adultez, la misma que
coincidió con el retorno a la etapa democrática luego de una dictadura, llegando
a sentir zozobra y fracaso como país cuando, como consecuencia de los cortes de
luz que podían durar hasta doce horas diarias, me invadía una sensación de
desánimo al constatar la incapacidad de los gobernantes por solucionar, entre
otros problemas, un asunto tan básico como era el de dotar de energía eléctrica
a sus habitantes, pese a ser un país petrolero.
Posteriormente, soporté también una etapa de inestabilidad
laboral en la última empresa que trabajé, la misma que coincidió con el
desbarajuste político y económico del país que llegó a su clímax con la defenestración
de tres presidentes de gobierno, la quiebra bancaria y como si esto no hubiese sido poco, con la erupción del volcán Pichincha, con la consecuencia de huelgas,
paros, decenas de suicidios, millones de ecuatorianos que emigramos a otros
países, parejas destruidas, violencia intrafamiliar, gente infartada, etc.,
etc.
Situación que, menos mal y con el pasar de los años con la
dolarización y las remesas enviadas por parte de los expatriados el país gozó de
más de una década de estabilidad económica, social y política que, parecía al
fin, habíamos llegado al estatus de país con cierto nivel de desarrollo y de prestigio
reconocidos en todos lados por donde íbamos.
Pero, lamentablemente parece que duró poco.
El caso es que, volviendo al tema del desconocimiento de la
afectación de los problemas psicológicos por parte de la población, éstos están
provocando graves problemas sociales a tal punto que la gente ya no está
muriendo solamente por coronavirus sino también a causa de la depresión y la
desesperanza ante los abundantes casos de corrupción, de la falta de
información que ni se sabe cuántos muertos o contagiados existen por causa del
virus y la desesperanza ante un futuro incierto.
Se ha vuelto común entonces, escuchar a jóvenes que
manifiestan no saber si van a volver a estudiar o si, en caso de concluir sus
estudios, si podrán trabajar, o a gente que se ha quedado sin trabajo con la
consecuencia de no tener comida para llevar a sus hijos, a personas mayores
aterrorizadas ante la posibilidad de tener que acudir a un hospital donde
existe más probabilidad que se infecte que en su propia casa, a emprendedores
que, pese a no tener ninguna ayuda se ven obligados a cerrar sus negocios, a gente
desconcertada ante la falta de liderazgo o de decisiones absurdas tomadas por
sus jefes… en fin, un panorama desolador del cual, me es imposible ser indiferente.
La solución parece estar en que, nuevamente se debe reconstruir
el país, aunque para ello, se debe hacer una autocrítica general y reconocer las
causas que han llevado al estado en que se encuentra el país, porque de seguir
así, la desesperanza y la depresión seguirán haciendo mella en los ciudadanos y
las estadísticas de suicidios seguirán creciendo ya que, al parecer, a nadie le interesa
ayudar a esta gente ni mucho menos, sugerirle que busque ayuda profesional.
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