A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto nuestra vida se concentra en un instante. Oscar Wilde
A propósito del reciente fallecimiento de mi tío Vinicio y
viendo una publicidad navideña por televisión por parte de unos grandes
almacenes, donde aparecen unos niños con las orejas de Elfo como si la empresa quisiera
borrar cualquier alusión a las navidades cristianas, se me hace inevitable no
recordar mis navidades en Ecuador.
No me parecería raro entonces -conociendo como eran- que mi
padre y mi tío Vinicio junto con nuestras madres se pusieran de acuerdo para
brindarnos desde nuestra más tierna infancia, un ambiente de unidad familiar y
de tradiciones culturales, de tal manera que dichas épocas se hicieran
inolvidables para nosotros lo que, al parecer, surtió efecto por cuanto las navidades se han convertido en una fiesta entrañable para mí y que, por
lo que he sabido, también lo son para mis hermanos y mis primos.
Y cómo no lo iban a ser ya que, para empezar, luego de la
resaca de las fiestas de Quito a principios de diciembre, el día 16 solíamos
empezar la Novena del Niño para lo cual, cada familia incluida también la de mi
tío Pedro, debía brindar su casa para celebrarlo y donde necesariamente debía
haber un pesebre o un “nacimiento” como lo llamábamos, seguramente por su raíz
proveniente de la palabra “Navidad” o “Natividad”, la misma que solía estar primorosamente elaborada y adornada con un luminoso árbol de Navidad; y como si aquello no fuera
suficiente, se colocaba en un tiestito de barro un poco de carbón con unos
cristales de incienso haciendo que el ambiente tenga un delicioso y cálido
aroma.
Terminado el día correspondiente de la novena en la que se nos
hacían sentar a los niños alrededor del pesebre, cantábamos villancicos
tradicionales acompañando a los vinilos de antaño de los Pibes Trujillo para, al
finalizar la jornada compartir una deliciosa merienda a cargo de los
anfitriones de turno.
El día más esperado, es decir el 24, en cambio, lo
celebrábamos unas veces juntos y otras, en cada hogar para lo cual, luego de
acabada la cena y retirarnos a dormir, a la mañana siguiente, mis padres nos
hacían creer que los Reyes Magos o el Niño Dios habían entrado en la casa y que
nos habían dejado los regalos al pie del árbol de navidad, mientras varias
macetas de plantas que habían sido removidas de las ventanas yacían desperdigadas
a lo largo de toda la estancia provocando, al menos en mí, una sensación de temor
y alegría a la vez, ya que la emoción mostrada por mis padres incitándonos a
deshacernos rápidamente de las envolturas de los regalos se disipaba
rápidamente por la excitación que provocaba descubrir el contenido de los mismos.
Sensaciones que se repetían cuanto lo festejábamos juntos con mis primos y mis
tíos ya que, al caer bien entrada la noche, nos hacían salir a la calle para
ver en el firmamento la estrella donde llegaría Papá Noel que, pese a que no la
veíamos, al volver al punto de reunión, lo encontrábamos vociferando su “Jo,
Jo, Jo” mientras descargaba los regalos y nos los entregaba nombrándonos uno a
uno.
El ambiente cristiano de fiesta, de sentimientos de
solidaridad y de paz y, por qué no, de obligado consumismo al ser la única vez
en el año que recibíamos merecidos regalos, se hacían también presentes en la
ciudad, sobre todo en el centro histórico de Quito donde los grandes almacenes,
a la vez que ofrecían sus productos, pugnaban por mostrar sus mejores belenes y
sus vitrinas engalanadas de guirnaldas y colores, mientras los griteríos de los
vendedores ambulantes, los altoparlantes que trasmitían villancicos y el fuerte
olor a incienso que despedían las iglesias denostando también que se celebraba
la Novena y el Pase del Niño, trasmitían un ambiente de fiesta como ninguna
otra época del año.
Recuerdos entrañables, como decía, que no han hecho más que
reafirmar mi fe cristiana ya que la unidad familiar, la paz, el amor, la
ternura y la alegría representadas en la Sagrada Familia, no se pueden comparar
con el consumismo desenfrenado y frívolo que solo invita a comprar una
felicidad efímera o con los personajes inventados de algún cuento nórdico que
podrán ser simpáticos, pero que no representan la verdadera esencia que provoca
la llegada del Hijo de Dios al mundo y a nuestros corazones.
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